Hace muchos años, entrando por primera vez a Madrid en taxi desde el aeropuerto de Barajas, pasé al lado de un edificio fascinante que nunca antes había visto: era alto y ancho, se erigía sobre fustes de hormigón armado que formaban un haz amplio y espacioso de columnas, de las que colgaban racimos de terrazas circulares cerradas por unas celosías de madera oscura. Todo ello constituía un compuesto orgánico que brotaba unitariamente y quedaba rematado por un coronamiento floral de acero. Desde aquel momento este edificio, con las asociaciones y los interrogantes que ha ido suscitando en mí a lo largo de los años, ha marcado mi relación con esta ciudad. Se trataba de Torres Blancas, proyecto de Francisco Javier Sáenz de Oíza, construido a lo largo de los años sesenta. Cuando se llega a la Madrid desde el aeropuerto, Torres Blancas anuncia la entrada a una ciudad en cuyo down town volvemos a encontrarnos con otro gran edificio del mismo autor: el Banco de Bilbao. Frente a otros landmarks de web, estas dos torres son dos hitos únicos, signo de su tiempo, símbolos de toda una cultura arquitectónica.
De forma no muy distinta a como lo hacen la torre Velasca y el rascacielos Pirelli en Milán, el edificio Torres Blancas de Oíza (que, como él mismo decía, ni son dos ni son blancas) representa el encuentro con la modernidad de una sociedad en expansión que busca, mediante la evolución de las formas de la arquitectura, resolver la ecuación que ponía en relación arquitectura, vivienda y ciudad. Una aspiración que ha animado la construcción de lo mejor de la civilización de la segunda mitad del siglo XX.
El libro que Javier Sáenz Guerra dedica a este edificio es un volumen de pequeño tamaño, pero de gran densidad, ricamente ilustrado, lleno de documentos, de informaciones y reflexiones. En él aparecen fotografías inéditas junto a dibujos y croquis de las plantas. Contiene la memoria del proyecto que se presentó en su día en el Colegio de Arquitectos, y también el relato de lo esencial de la relación entre el cliente y el arquitecto, una información siempre reveladora. El libro de Javier Sáenz pretende mostrar cómo este edificio encierra ya toda la complejidad de la obra de Sáenz de Oíza, una obra que el autor compara con la trayectoria arquitectónica de un explorador que, partiendo bien equipado al inicio de su viaje, se va liberando poco a poco de toda la parafernalia innecesaria hasta quedar, desarmado, solo ante sus obras.
El carácter de esta pequeña publicación, el carácter del trabajo de Javier Sáenz Guerra, es el de un buen libro de bolsillo: un excelente compañero para llevar consigo cuando se visita el edificio, una guía exquisita a las experiencias arquitectónicas que en él se esconden y que, gracias a la lectura lúcida y sintética que de ellas ofrece su autor, podremos descubrir al visitarlo. Sin embargo, ésta es una obra clave de nuestro tiempo, digna de ser recuperada y reconsiderada en el futuro mediante estudios complementarios más amplios que permitan profundizar en sus contenidos y ofrecer mayor riqueza documental, en los que dibujos y fotografías puedan aparecer con la dignidad que merecen.
En la biografía de Oíza que el libro esboza, se pueden reconocer algunas de las cuestiones que marcaron la obra y la persona del arquitecto, entre ellas el impacto que en él produjo el viaje a Estados Unidos en los años cincuenta, o la importancia que los medios de comunicación tuvieron en aquel tiempo. Su figura, su 'no-método' fue esencial en la formación de los arquitectos que crecieron con él, como Rafael Moneo. Javier Sáenz Guerra logra también dejar entrever la densidad que contiene esta obra de Oíza, en la que tienen cabida otras obras suyas de la época, que afloran en algunas reflexiones o soluciones de Torres Blancas: la nunca realizada capilla en el Camino de Santiago y el santuario de Aránzazu, las viviendas unifamiliares de Mallorca, o la guardería de Batán.
Las plantas del edificio, tanto como su imagen final, ponen bien de manifiesto la obsesión por las geometrías orgánicas que influyó el trabajo de algunos arquitectos de aquella generación, entre ellos Oíza, quienes, tras el protagonismo ideológico del Movimiento Moderno, intentaban volver a encontrar un vínculo con el oficio, anónimo y repetible, por lo tanto industrial, pero dirigido a la investigación de lo que significa poder ofrecer una buena vida individual, no homologada. Me refiero a algunos de los estudiantes europeos de los últimos años del Bauhaus emigrados a los Estados Unidos, como Bertrand Goldberg, o a arquitectos italianos que tuvieron una experiencia formativa en Chicago, como Mangiarotti y Morassutti. Hombres que, conocedores de la Europa de posguerra, se quedaron prendidos por el rigor de la obra de Mies y, al mismo tiempo, fueron arrastrados por la visión de la de Wright, ambas necesarias para la construcción de un mundo nuevo. Basta pensar en las torres de Marina City de Goldberg, o en las casas de via Gavirate de Morassutti, sumergidas en el poder seminal de la Johnson Wax. También se podría considerar la analogía de Torres Blancas con la variada escenografía del edificio de cristal de la Friedrichstraße de Mies. Una referencia ineludible que se reconoce también en los estudios de la casa de via Quadronno de Morassutti, un edificio que recoge la composición libre, articulada, de la vivienda milanesa con loggia, y que remite a las grandes viviendas rematadas en el exterior por los circulares jardines de Torres Blancas.
Un edificio en el que la vida se desarrolla en viviendas que oscilan entre pisos de 90 m2 y dúplex de más de 300 m2. Son viviendas que organizan su planta desde el interior del fuste de distribución e instalaciones hacia la desembocadura exterior de las terrazas-jardín circulares, que acogen su vida social en el perímetro. Las fotografías que acompañan al texto y la memoria ayudan a explorar un edificio que hoy es de difícil acceso. Estructuras e instalaciones despliegan su sección desde el vacío interior con enorme riqueza de funciones, desde la guardería en la planta baja a la terraza del restaurante y la piscina en la cubierta. Un grandioso espacio desde el que se domina Madrid hasta la Sierra y San Lorenzo de El Escorial.
Torres Blancas es un edificio caleidoscópico, como toda buena arquitectura. Un edificio por lo tanto plural, en su construcción y en sus usos, como Javier Sáenz bien capta en el subtítulo. Un edificio rico de enseñanzas, y a la vez contradictorio, hasta tal punto que el mismo Oíza declaró que "...ni son Torres ni son Blancas…" Por este motivo este libro se convierte en su indispensable guía que os acompañará a su experiencia: ¡leedlo!