Repensar, rehacer
DOI:
https://doi.org/10.26754/ojs_zarch/zarch.201429335Resumen
Pensamiento y acción han venido construyendo el mundo desde su inicio. Fue la inteligencia la que permitió al hombre, sumada a su fuerza, alcanzar un segundo estado. De hacer cosas, absorto en su tarea, pasó a poder detenerse para analizar y juzgar. De dejarse guiar por el ‘¿cómo?’ pasó a buscar el ‘¿por qué?’, de considerar el trabajo como un fin en sí mismo a ser capaz de reflexionar sobre su quehacer. Desde siempre, desde Sófocles hasta Bourdieu, implícita y también expresamente, la discusión sobre si son las ideas y no las palabras las que permiten construir, o si por el contrario sólo cabe pensar una vez finalizado el trabajo, ha desequilibrado hacia ambos extremos la consideración de que en los procesos del hacer están integrados el pensar y el sentir. Sin duda se trata de uno de esos binomios en los que la sola mención de uno de los dos términos invoca de inmediato la presencia del otro. Incluso el bíblico “Al principio era el Verbo” tuvo al menos una vez su literal correlato al reivindicar Sigmund Freud como base de su teoría de las civilizaciones, en la última frase de su Tótem y tabú, que “al principio era la Acción”.
Cincuenta años separan al Homo faber de Max Frisch de El artesano de Richard Sennett, una distancia que los avatares de la posmodernidad ayudan a definir. La fe absoluta en la ciencia y la capacidad del hombre para hacer avanzar el mundo por el camino del progreso que mostraba el monólogo de Walter Faber ha devenido en razones de habilidad, compromiso y juicio en el diálogo que todo artesano establece entre el hacer y el pensar, razones centradas en la estrecha conexión entre la mano y la cabeza que alienta su característico impulso. Cuando en 1988, el 18 de octubre, Jacques Herzog comenzó en Harvard su conferencia para el Simposio Emerging European Architects diciendo: “Soy arquitecto. (...) Desde mi cabeza, los pensamientos bajan a la mano que dibuja los planos para los artesanos y obreros”, no hacía más que describir cómo procedemos en nuestro trabajo. Como el magnetismo de un imán, el pensamiento y la acción, la reflexión y el quehacer, los polos que son la cabeza y la mano acumulan sobrada energía para que pueda darse la arquitectura.
Reconstruir, rehabilitar, reutilizar, regenerar… Son numerosos los términos que el prefijo ‘re–’ anima a reconsiderar, interesados de manera particular en las cosas que debemos cambiar. Al fin y al cabo, en nuestro interno código deontológico viene escrito que trabajamos para transformar el mundo, para hacerlo un poco mejor, sea cual sea el confín que delimita nuestro trabajo. No cabe, por tanto, seguir interpretando el mundo: estamos abocados a seguir escribiendo la historia con nuestras propias palabras, por más que –como cualquier generación anterior– sintamos el vértigo de tener que replantear lo ya conseguido. Y, sin embargo, la historia nos enseña, al procurarnos mayor perspectiva temporal sobre el sucederse de los acontecimientos, que los cambios, los saltos, deben ser ajustados, pues no todos acaban teniendo la misma intensidad. Seguramente, ambicionando la inteligencia que encierra el tiempo, nuestro reto sea medir bien qué es lo que debemos cambiar, pero reafirmándonos en que queremos construir sobre lo que hemos heredado, sin pretender cambiarlo todo. Por suerte, la arquitectura casi siempre responde a la realidad con un loable pragmatismo que evita desatender lo ya logrado para empezar desde el principio. Desde siempre no ha hecho otra cosa que construirse sobre sí misma. Ya lo demostraban las Troyas que levantó Schliemann: las ciudades y sus edificios, como bien se puede comprobar al estudiar sus vidas, no han hecho más que superponerse unas sobre otras, dejando emergentes –casi siempre– sus mejores logros. El pensar, tanto como el hacer, nunca es de uno solo, y el mejor pensar es el que acaba consiguiendo ser de todos.
Estos son los términos con los que la revista ZARCH pretende definir el territorio que arbitre este número. Un complejo polígono, de geometría variable además, según sea el problema a resolver, al que creemos que se puede acceder desde muy diferentes intereses. Resulta imprescindible comprender que nuestras ciudades se construyen hoy con miradas diversas, sin que puedan nacer exclusivamente de nuestro oficio. Estamos obligados a conocer y a trabajar con otras formas de pensamiento y organización del mundo. Las tradicionales maneras de proyectar, de pensar la arquitectura, ya no se muestran eficaces para interpretar la complejidad de nuestra realidad, por lo que resulta imprescindible que otras profesiones transfieran conocimiento, por diversas y alejadas que sean, capaces de facilitarnos modos más eficientes y lógicos para trabajar en ella.
Cabría extenderse constatando que existen numerosas posibles entradas para abordar cuanto pretendemos con este segundo número, sin mayor ambición por componer esta figura, la del imprescindible "repensar y rehacer", condenada por fuerza a ofrecerse fragmentada. Quizás pueda servirnos para interpretar bien el sentido y el alcance de nuestros cometidos el recuerdo de aquel peón caminero de Peter Handke, tan metafórico como cada uno de nosotros quiera entender. A él incumbía, al servicio de su comunidad, la conservación de los caminos. Día a día realizaba su penoso trabajo, para convertirse de pronto, ocasionalmente, en pintor de sus letreros, encaramado en lo alto de una escalera de mano. Quien pueda pensar que nuestro trabajo debe ser mucho más, que lea con detenimiento La repetición. “Al observar yo cómo, con una pincelada extraordinariamente lenta, ponía aún una barra de sombra en los letreros que estaban ya terminados, cómo, por así decirlo, aireaba las letras gruesas con unas cuantas líneas finas, como si fueran pelos, y de qué modo, como por arte de magia, sacaba el signo siguiente de la superficie que aún estaba por pintar –como si estuviera allí desde hacía tiempo y se limitara sólo a seguirlo–, en aquella escritura que iba surgiendo veía ya los emblemas de un universo oculto, innombrable y por ello tanto más magnífico y sobre todo de un reino universal que no tenía fronteras”. Unas líneas, como dijo Sebald, que alientan “la relación forzosa, especialmente tan característica, entre trabajo duro y magia ligera”, la inherente a la arquitectura.
Ricardo S. Lampreave